Un virus caprichoso es responsable de nuestras vacaciones
forzadas en el hospital. Afortunadamente la evolución es buena y si Dios quiere volveremos prontito a casa. Los
hospitales parecen llevar su propio ritmo,
se eternizan las horas en él. Salimos al pasillo deseosas de intercambiar
alguna que otra palabrita con el enfermo de la habitación de al lado, pero son
todos demasiado formales en esta planta, nadie pasea sus males por los pasillos, salvo Beita, que se ha ganado
el cariño de todo el personal.
A través del
cristal vemos la calle, mojada y tristona por el gris del cielo. Hay movimiento de gente, coches que pasan,
ambulancias que llegan… pero nosotras vivimos en una burbuja aislada de ruidos
y prisas. Por la noche algún que otro llanto de niño nos hace recordar que no
estamos en habitación de hotel aunque al día siguiente nos despierten
sirviéndonos el desayuno en la cama. Claro está que ésta es la apreciación
del acompañante sano, sin fiebre, ni dolores, ¡habría que preguntarle a Bea si
pensó lo mismo cuando se vió rodeada esta mañana de batas blancas.
Uno toma conciencia de lo que es tener salud o de lo que
supone el no tenerla y aquello que hace dos días era tan importante y urgente,
hoy ya no lo es tanto. Se ralentizan secuencias de nuestra vida mientras el resto
sigue su curso, ajeno a todo.
Aprovecho esta "aparente inactividad" para
observar y pensar en cuanto observo y mientras mi enfermita duerme, yo escribo,
ocupando el tiempo, mirando el reloj, deseando volver pronto a casa y seguir,
seguir de nuevo.
Por suerte, fue un parón sin importancia.
Pilar.